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De la misma forma en que nuestros padres o tutores nos transmitieron durante la infancia los valores, las normas y las costumbres de la familia, también nos enseñaron a vincularnos afectivamente con los demás.
Si en nuestra familia hubo o hay violencia en cualquiera de sus modalidades, lo más probable es que esta situación nos haya afectado o nos afecte de alguna manera.
Los estudiosos sobre el tema han descubierto, por ejemplo, que las personas que son agresivas o violentas vienen de familias altamente conflictivas o bien, que durante su infancia sufrieron rechazo o ausencia de amor por parte de sus padres.[2]
Se señala también que los niños tienen mayor riesgo de ser víctimas de violencia si en el hogar ocurre violencia conyugal, y que tanto esposos violentos como esposas abusadas son significativamente más propensos a abusar de sus hijos.[3]
Cuando ocurre este maltrato y abuso hacia los hijos, lo más seguro es que éste se replique más adelante. Cuando las niñas y los niños violentados sean jóvenes y después adultos probablemente tendrán relaciones interpersonales conflictivas y violentas, tal y como lo aprendieron en casa.
Así es como los desórdenes y la disfunción en la familia se convierte en la semilla de nuevas y más formas de conductas violentas. Y lo más grave de todo, es que éstas se viven con gran naturalidad, ya sea como víctima o como agresor.
[1] http://www.inegi.org.mx/prod_serv/contenidos/espanol/bvinegi/productos/estudios/sociodemografico/mujeresrural/2011/702825048327.pdf.
[2] Velazco, E., Violencia intrafamiliar: mal social, mal universal. Asamblea Nº 26. México, DF. Asamblea Legislativa del Distrito Federal, México, 1997.
[3] López Estrada, S.; Violencia de género y políticas públicas, El Colegio de la Frontera Norte, México, 2009.